En cuanto se escucha hablar sobre “ Dominicanos”, el pensamiento se dirige inmediatamente a la Inquisición y a la leyenda negra construida en el siglo diecisiete, cuando el iluminismo proyectó una imagen del medioevo como una época oscura de superstición y fanatismo religioso. Los menos prevenidos y también los más cultos, asocian inmediatamente a los dominicos con Santo Tomás de Aquino, a la oración del Santo Rosario y a la obra del Beato Angelico. Sin embargo, es inusual que se piense de inmediato a su Fundador, de quien proviene el nombre con el cual comúnmente vienen llamados. Incluso hoy Domingo de Caleruega – una vez llamado de Guzmán, apelativo que proviene de la familia noble de quien fue el más famoso de sus descendientes, según una tradición historiográfica al interno de la Orden – es, todo sumado, un personaje poco conocido, seguramente no es un santo popular(;) a diferencia de muchos otros mucho más reconocidos que él: Tomás de Aquino, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres. Esto tal vez se debe a que al interno de su vida, aparentemente, no existen hechos extraordinarios, giros inesperados o milagros asombrosos. La misma fundación de la Orden fue el resultado de una gradual toma de conciencia: Domingo comprendió la necesidad de un renovado anuncio del Evangelio, siguiendo la inspiración del Espíritu, que lo guió en la realización del propio proyecto.
Ahora, en ocasión del octocentenario de su muerte, o bien, con una expresión más litúrgica y teológica, de su dies natalis, el día en el cual ha “nacido” a la vida eterna, deseamos no solo recordarlo, sino también empeñarnos en difundir el conocimiento de su santidad y resaltar el rol que ha tenido en la historia de la Iglesia.
La fecha exacta del natalicio de santo Domingo es incierta: según las investigaciones históricas más recientes sería alrededor del 1174 en Caleruega, un pequeño pueblo de la Vieja Castilla en España. Siguiendo las fuentes antiguas sobre su vida, sus padres se llamaban Félix y Juana; tuvo, adicionalmente un hermano sacerdote y otro, Manés, que le siguió en la Orden. La madre, una mujer de profunda oración, reconocida por la compasión y el celo en la caridad hacia los pobres de la región, hasta el punto que se conocen algunos milagros por ella cumplidos en favor de los necesitados. Antes de que Domingo naciese, vió en un sueño un cachorro con una llama ardiente. Este sueño se entiende como un anuncio del cielo que el niño sería estado «dado como luz a las gentes» (Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum, I – de ahora en adelante abreviado como Libellus con el número del parágrafo). La madrina, por otra parte, vio sobre su frente una estrella: «Queriendo el Señor mostrar de antemano que algo grande iba a suceder, manifestó de este modo una visión en sueños a una noble señora, la misma que le sacó de la fuente bautismal. Parecía, pues, a aquella. su madre espiritual, como si el niño Domingo tuviera una estrella en la frente, con la que iluminaba toda la tierra. Lo cual daba a entender que sería dado algún día como luz de los moradores de la tierra, para iluminar a los que están sentados en tinieblas y en sombras de muerte. En verdad, resplandeció en el mundo como una estrella matutina, y daba la impresión de que con él nacía como una nueva luz, cuya claridad se ha difundido ya por toda la tierra. Esta matrona era noble quien, atónita por la magnitud de la visión, refirió con inmenso gozo a su madre lo que había visto.» (Humberto di Romans, Legenda Maior, 4 – de ahora en adelante abreviado como LM con el número del parágrafo). En el Medioevo se atribuía un particular valor profético a estos signos que acompañaban el nacimiento de algunos personajes: eran interpretados como un anuncio sobrenatural de su futura santidad. En consecuencia, estas imágenes soñadas habrían continuamente acompañado también la figura iconográfica de Domingo, a menudo representado con una estrella, metáfora luminosa de su celeste sabiduría.
El chiquillo, por su parte, parecía colmar desde la más tierna edad, las expectativas que se tenían sobre él. Refieren, de hecho, las fuentes hagiográficas, retomando un topos constante desde la antigüedad en la Vida de los santos y santas, aquel del puer senex, que el pequeño Domingo era «de naturaleza muy afable»; joven en edad más anciano «Por la madurez de vida y la solidez de las costumbres» y que desde siempre caminó «por la vía inmaculada» y «conservó intacto hasta el final el esplendor de su virginidad» (Libellus 8).
Los padres hicieron que se le instruyera en las disciplinas eclesiásticas por un tio arcipreste «para que desde la misma niñez, se embebiera cual vasija recién fabricada, del perfume de la santidad» (Libellus 5). Más tarde fue enviado a la universidad de Palencia, donde, finalizados los estudios de las ciencias profanas, emprendió el estudio de la teología. De este periodo se cuenta que, con ocasión de una hambruna que golpeó la dicha ciudad, Domingo, vendió su preciosisimos libros en pergamino para alimentar a la población:
Por el tiempo en que continuaba estudiando en Palencia se desencadenó una gran hambre en casi toda España. Entonces él, conmovido por la necesidad de los pobres y ardiendo dentro de sí en amor de compasión se resolvió, con un solo acto, obedecer a la vez los consejos del Señor y reparar en cuanto pudiera la miseria de los pobre que morían de hambre. Vendió, pues, los libros que poseía, aunque le eran verdaderamente necesarios, con todo su ajuar, fundando una cierta limosna. Distribuyó y donó lo suyo a los pobres. (Libellus, 10).
El episodio, recordado también por los testigos en el proceso de canonización, es muy significativo: el estudio siempre ha sido un valor importante para los Dominicos, y la vocación intelectual un elemento particular de su identidad, casi un carisma de la Orden. Sin embargo, con este recuento se resalta que ni siquiera los libros y la cultura podían ser antepuestos a la compasión y el amor por el prójimo.
Este gesto de caridad, tanto inusual cuanto ejemplar, llamó la atención del Obispo Martín de Osma (o de su prior Diego), que en el 1197 o 1198 lo persuadió para convertirse en canónigo regular de la Catedral: en el 1201, era ya soto prior de la comunidad canónica. En Osma, Domingo, transcurrió un período de oración litúrgica y personal, estudio y vida común: «se consumía en la iglesia noche y día, asistiendo sin interrupción a la oración; tenía la habitud, que habría conservado toda la vida: «pernoctar en oración y cerrada la puerta oraba al Padre (Mt 6,6)». Poseía el don de las lágrimas: lloraba «por los pecadores, por los desdichados y los afligidos» (Libellus 12-13), y rezando rogaba a Dios la caridad para dedicarse a la salvación de los hombres, a la imitación del Señor Jesús que por tal motivo había ofrecido todo su ser. En Domingo ya se formaba el apóstol.
En la vida del joven canónigo, la muerte del Obispo Martín significó un cambio importante: a este último, de hecho, lo sucedió en la cátedra episcopal Diego, prior del capítulo de canónigos y gran estimador de Domingo. El nuevo obispo era apreciado por el rey de Castilla, hasta el punto que, cuando era aún nuevo en el cargo, para el 1203 o 1204, por encargo del soberano, emprendió un viaje diplomático hacia Dinamarca con la finalidad de arreglar el matrimonio del hijo del rey con una joven doncella de aquellas tierras. En esta ocasión Diego de Osma decide llevar consigo a Domingo. Mientras atravesaban el sur de Francia, los dos españoles tuvieron contacto con la herejía de los Albigenses (de Albi, famosa ciudad de la Occitania, en la cual los cátaros eran muy numerosos). Una noche, llegados a las cercanías de Tolosa, la corte episcopal se detuvo para pernoctar en un hostal administrado por uno de los heréticos. Domingo, en vez de descansar por el extenuante viaje, se empeñó en una discusión con él, y luego de una larga disputa, «logró con la ayuda del Espíritu de Dios», convertirlo: esta fue la primera fatiga apostólica del santo, impulsado de la «gran compasión en su corazón, a causa de las innumerables almas tan miserablemente engañadas.» (Libellus, 15).
Luego de regresar a España, los dos canónigos de Osma partieron nuevamente hacia Dinamarca, esta vez con el mandato real de realizar el matrimonio y acompañar a la prometida con su esposo. Sin embargo, parece que la jovencilla falleció en este mismo periodo de tiempo, y por lo tanto las nupcias no pudieron realizarse. Durante el viaje de regreso, en el verano del 1205, Diego y Domingo se desviaron hacía Roma para encontrarse con el papa Inocencio III y solicitar su permiso para dirigirse hacia los Cumanos, una población aún pagana, con el fin de convertirles; el pontífice, no les concedió el permiso y quiso que ambos españoles regresaran a su diócesis. Humberto de Romans ofrece una lectura profética de la negativa papal:
El Sumo Pontífice no accedió a su instancia, ni siquiera quiso concederle permiso para ir a los cumanos. Así, de regreso, visitó el Císter, y se apresuraba a volver a España, pero, por disposición divina que tal en otras ocasiones, en contra de lo que se había propuesto, le había conducido a cosas mejores, le preparaba ahora también otro obstáculo. (LM, 12 ).
En Montpellier, la comitiva se encontró con una delegación papal que predicaba la conversión a los herejes y Diego, al ver la lujosa montura de aquellos prelados exclamó:
No es así, hermanos, no es así como estimo que debéis proceder. Me parece imposible que pueda hacerse volver a estos hombres a la fe solo con las palabras, cuando ellos se apoyan perfectamente en su ejemplo. Fijaos en los herejes. Bajo apariencia de piedad y engañando con ejemplos de mesura y austeridad evangélicas, persuaden a los sencillos a seguir sus caminos. Por lo cual, si venís a mostrar lo contrario, edificareis poco, destruiréis mucho y no es creerán en modo alguno. Despuntad clavo con clavo. Poned en fuga la santidad fingida con verdadera virtud. Porque la soberbia de los pseudo apóstoles se vence sólo con una manifiesta humildad. […] Los legados le contestaron: “¿Qué consejo, pues, nos das, padre bueno?” Él repuso: “Lo que me veáis hacer, hacedlo..” En seguida, posesionándose de él el Espiritu del Señor, llamó a los suyos y los envió a Osma, con cabalgaduras, equipaje y diverso aparato que llevaban consigo, reteniendo en su compañía a unos pocos clérigos. Manifestó que había formado el propósito de detenerse en aquella tierra con el fin de propagar la fe. (Libellus 20).
Aquel viaje fue decisivo para los canónigos de Osma, tanto que modificaron los objetivos de la propia misión: se dieron cuenta que existía un grave problema de evangelización al interno de la misma cristianidad, y tal debía ser afrontado con prontitud, debido a que en las regiones meridionales de Francia el contagio con los herejes se había extendido de manera aterradora.
El catarismo era una herejía de carácter dualista, que pretendía ofrecer una respuesta al gran problema del mal. La doctrina cátara explicaba los orígenes del mundo como una división de la unidad divina: El Creado era obra de un dios menor e incluso, para las corrientes más radicales, del mismo Satanás. De ello deriva la idea que Cristo no se habría verdaderamente Encarnado, sino que sería un ángel enviado por el Padre para anunciar la verdad a los hombres, para liberar su espíritu, como una chispa luminosa del Divino, de la prisión y la oscuridad de la carne. A la base del catarismo se encontraban una serie de antiguos y complejos mitos, que se remontan en los orígenes del cristianismo, a corrientes gnósticas derivadas. Es probable que por este núcleo doctrinal fuese poco accesible a la mayoria de sus seguidores, quienes, sin embargo, comprendían las implicaciónes, a nivel práctico y ético, de este radical rechazo de la materia, y, se imponían una estricta disciplina, absteniendose, por ejemplo, del consumo de carne y de las relaciones sexuales. El objetivo final era impedir la continuación de la especie humana. Parece ser que en algunos grupos más extremos practicasen el suicidio ritual, la así conocida “endura”.
No obstante el mensaje pesimista y escepticismo extremo, el catarismo, que había emergido en Europa en el siglo precedente, se había ampliamente difundido en la Italia septentrional y en Languedoc, hasta el punto de dar vida a una Iglesia con una jerarquía paralela a aquella de Roma. El catarismo llevó a cabo una efectiva obra de proselitismo, escondida pero muy eficaz, con una fuerte repercusión en el pueblo: se evidenciaba el contraste entre el heroísmo de aquellos “buenos cristianos” y el poder y la opulencia de la Iglesia institucional. El coraje de hombres y mujeres dispuestos a testimoniar la propia fe hasta el martirio despertaba una gran admiración en todas las clases sociales. Adicionalmente, la respuesta de la Iglesia al comenzar la propagación de este fenómeno fue lenta y al inicio totalmente inadecuada.
El obispo Diego fue clarividente al comprender las razones de tal fracaso: Se trataba de un problema de credibilidad y coherencia. Probablemente él sabía, por experiencia propia, que no era posible superar el obstáculo del anticlericalismo popular si no distanciandose de cualquier sospecha de mundanidad; era necesario presentarse como verdaderos viri evangelici. Es así como Diego partió para predicar y sostener disputas con los herejes. Luego de su regreso a Osma (antes del 29 de abril de 1206), Domingo renunció al encargo de soto prior y en el mes de Julio regresó al sur de Francia. Junto a sus compañeros se unió al obispo Fulco de Marseille para llevar a cabo una misión contra los herejes en la región de la Aquitania, en ella se debía seguir la propuesta de Diego: una predicación pobre, conducida solo con las armas de la palabra y el testimonio.
Antes del fin de año (y por tanto antes del 25 de marzo de 1207) el obispo Fulco, siguiendo una solicitud de Domingo, donó a Diego una pequeña iglesia en el poblado de Prouilhe, con el fin de que algunas mujeres, convertidas a la fe Católica gracias a la predicación de Domingo y sus compañeros, pudiesen vivir «religiosamente». Recuenta Humberto de Romans:
Había por aquellos lugares ciertos nobles que, empujados por la necesidad, entregaban sus hijas a los herejes para que las alimentaran y educaran aunque, en pura verdad, para que las engañaran con pestíferos errores. Compadecido de su pernicioso oprobio el bienaventurado Domingo, fundó un cierto monasterio para recibirlas en el lugar llamado Prulla, donde las siervas de cristo ofrecen a su Creador un grato servicio, bajo la clausura perpetua, admirables observancias, estricto silencio, trabajando con sus manos, y en pureza de conciencia. Los cuales, al crecer enormemente en méritos y número, han extendido el perfume de sus buenas formas por todas partes, y han alentado a muchas mujeres devotas del Señor a erigir, a su ejemplo, comunidades semejantes. (LM, 19).
Con el tiempo el grupo se disolvió y Diego tuvo que regresar a Osma, donde falleció el 30 de diciembre del año 1207. Domingo, sin embargo, prefirió quedarse en la región de Tolosa para predicar allí, por algo menos de diez años:
Conocida la noticia de la muerte del varón de Dios don Diego, todos los que habían quedado en aquellas tierras tolosanas regresaron a sus casas. Fray Domingo, sin embargo, se quedó allí solo, continuando con carácter estable la predicación. Aun cuando a veces lo seguían temporalmente algunos, no se relacionaban propiamente con él por vínculos de obediencia . (Libellus, 31).
Domingo realizar esta elección a sabiendas del enorme riesgo personal que esta conllevaba. Es importante recordar que en el 1209, luego del asesinato del delegado papal Pietro di Castelnau, estalló una sangrienta cruzada contra los Albigenses, un conflicto que duraría veinte años, y en cual gerreros provenientes del norte de Francia no solo exterminarían a los herejés sino que también establecierían el propio control político en las poblaciones de Occitania. En estos momentos tan dramáticos Domingo no se involucró con los predicadores de la cruzada, se desasoció de cualquier tipo de violencia, y continuó su predicación “con la oración y el ejemplo”.
La fidelidad y la perseverancia de Domingo, el cual permaneció en la predicación “casi solo”, fueron premiadas y alrededor suyo se crearía una primera comunidad. En enero de 1215, dos ciudadanos de Tolosa, Pierre e Thomas Seilhan “se donaron” a él con un voto, junto con la propia casa; posteriormente otros les siguieron. Algunos meses más tarde el obispo Fulco asignó a la recién nacida comunidad una iglesia con una habitación anexa, les aseguró una pequeña renta e instituyó a Domingo y a sus compañeros “predicadores” de su diócesis, en la observancia del estilo evangelico: andando a pie, practicando la pobreza del Cristo y predicando a todos la verdad del Evangelio:
[…] Fulco, de feliz memoria, que amaba con gran ternura al amado de Dios y de los hombres fray Domingo, contemplando el tenor de vida religiosa de los hermanos, a la par que su destreza y fervor en la predicación, se alegró vivamente del nacimiento de esta nueva luz. Con el consentimiento de todo su cabildo les concedió la sexta parte de todos los diezmos de la diócesis, para que con tales recursos pudieran proveerse de libros y del sustento necesario. (Libellus, 39).
¡El antiguo sueño anhelado por Diego de tener un grupo de predicadores votados, en total pobreza, a la santa predicación evangélica finalmente se había hecho realidad! Sin embargo, el campo de la siembra era aún muy angosto, siendo limitado solo a la diócesis de Tolosa. De hecho, Fulco, como obispo local, según los cánones, no tenía ni el poder ni la posibilidad de transformar la precedente misión pontificia, de predicación contra los herejes, en una institución diocesana sin el consenso provisional del delegado papal: por este motivo era necesario obtener la aprobación de Roma y, de tal modo, asegurar la continuidad en la praedicatio más allá de la diócesis de Tolosa. Fue así como en el año 1215, Domingo acompañó a Fulco a Roma, donde se celebraba un gran evento de la Iglesia medieval; el IV Concilio de Letrán.
El Papa Inocencio III había ya comprendido que la represión armada no era suficiente y que para arrancar a los fieles de las garras de las grandes herejías era necesario un obra de persuasión y de recatolización capilar de los territorios. Los principales instrumentos individuales fueron el potenciamiento de la práctica sacramental, centrados en la celebración eucarística y la penitencia, y la predicación; labor que en los últimos siglos del medioevo sería asegurada por las nuevas Órdenes Mendicantes. Serían los hijos de Domingo y Francisco quienes renovarían el lenguaje de la fe y llevarían el mensaje del evangelio a las ciudades.
Los dos peregrinos obtuvieron una audiencia con el papa Inocencio III con el fin de exponerle el proyecto y solicitar su aprobación. Sin embargo, el gran pontífice no aprobó no inmediato la predicatio en Tolosa, aún así aconsejó a Domingo regresar, hablar con sus hermanos, realizar un discernimiento y elegir una Regla ya aprobada: solo después de ello les habría dado la aprobación que Domingo deseaba. Probablemente el papa quería proteger a los predicadores de Tolosa, poniéndolos a salvo de los inconvenientes encontrados por otros grupos de reciente formación, como los Pobres Católicos (una orden religiosa constituida, bajo el patrocinio de Inocencio III, de un grupo de valdenses españoles regresados a la Iglesia bajo la guía de Durand de Huesca). A pesar de ello estaba en juego una cosa incluso más decisiva e importante: Domingo y sus compañeros habrían podido establecerse más tranquilamente en el resto del territorio contra la antigua herejía y contribuir en toda la Iglesia a la renovación de la predicación, así como prescribía el Concilio en la Constitución n. 10.
Humberto de Romans releía este episodio en clave providencial:
Después de esto, al ir el obispo de Tolosa Fulco, de santa memoria, a Roma para el concilio general, se le asoció el hombre de Dios Domingo, a quien el mismo obispo profesaba desde hacía tiempo un tierno afecto. Acudió también con él al Sumo Pontífice Inocencio [III]. Le pidió que confirmara para él la orden que se había de llamar a ser de Predicadores. Pero a él le pareció un poco difícil a primera vista apoyar esta petición. Lo cual no sucedió sin que lo quisiera el Señor, para que, a partir de la revelación siguiente, conociera el Vicario de Jesucristo, cuán necesario para la Iglesia universal que presidía, lo que pretendía divinamente inspirado, el hombre de Dios Domingo. Con muchos, dignos de fe, lograron averiguar, cierta noche el mismo Sumo Pontífice, revelándoselo el Señor, veía en sueños la iglesia de Letrán como agrietándose por sus juntas. Amenazaba de repente grave ruina. Al contemplar esto con temor y aflicción, veía como, por el lado contrario, el hombre de Dios Domingo salía al paso y, con sus hombros apoyados sustentaba toda la fábrica del edificio que estaba a punto de caer. Con esta visión, admirado por la novedad y entendiendo prudentemente su significado, sin otro obstáculo dilatorio, recomendó el proyecto del hombre de Dios y aceptó con regocijo la petición, exhortándole para que volviera a sus hermanos y deliberara diligentemente con ellos e, igualmente de común acuerdo, eligieran para sí una regla aprobada, sobre la cual fundamentaran el crecimiento de la orden que iba a comenzar. Así, finalmente, podía regresar hasta él y llevarse consigo la confirmación que deseaba. (LM, 30).
Domingo, consciente que sus compañeros eran demasiado pocos para responder a esta visión ampliada de su misión, fue confortado, según lo que recuenta Gerardo de Frachet en el Vitas fratrum, de un sueño en el cual vió a sus frailes partir a la predicación predicar, de dos en dos, por todo el mundo.
Regresado a Tolosa, Domingo informó a sus compañeros de la conversación que había sostenido con el Papa. El canon número 13 del Concilio había dispuesto que todos los nuevos grupos o formaciones religiosas debían adoptar una de las reglas aprobadas, de Benito, Basilio o Agustín. Para la nueva comunidad, que hundía las propias raíces en la experiencia de un grupo de canónigos la elección tendía naturalmente a inclinarse por la “regla de San Agustín”, no sin integrarla con algunos capítulos de las Costumbres de los Canónigos regulares Premonstratenses, una Orden nacida en el siglo XII por voluntad de san Norberto de Xanten. La transformación del equipo diocesano de predicadores en una comunidad religiosa era verdaderamente una aventura: nada impedía a Domingo regresar a Roma para solicitar la aprobación que le había sido prometida.
Mientras estas cosas ocurrían Inocencio III había fallecido y el nuevo papa, Honorio III, no sabía nada, ni de la predicatio en Tolosa, ni mucho menos del proyecto cultivado por su predecesor al respecto. Es así como Domingo, el 22 de diciembre de 1216, obtuvo solamente la aprobación de la comunidad religiosa llamada de “San Román” – del nombre de la iglesia en la cual la comunidad se alojaba y de la cual era titular («La Iglesia construida al interno de los muros de la ciudad […] la recibieron los frailes en el año 1216. Eran los hermanos unos dieciséis. Edificaron junto a la misma iglesia un claustro, celdas idóneas para estudiar, y a la vez, un dormitorio bastante apto. Pero en las otras dos iglesias no habitó nunca fraile alguno.», puntualiza Humberto de Romans) – tal cosa no es la aprobación de la Orden de Predicadores como en la tradición se ha siempre querido hacer ver…
Regresado en San Román, motivado también por una serie de eventos locales desfavorables, Domingo toma la decisión profética de enviar a los frailes, de dos en dos, a predicar en otras ciudades Europeas. Lo recuenta Jordán de Sajonia, su sucesor a la cabeza de la Orden:
Invocado en Espíritu Santo y convocados los frailes, les dijo [fray Domingo] que este era el propósito de su corazón: repartirlos a todos, aunque eran pocos, por el mundo, y que en lo sucesivo no habitaran ya reunidos allí. Se admiraron todos al manifestarseles sentencia tan categórica, frugada con la rapidez. Pero como los animaba una inaudible sumisión a la autoridad que le daba su vida santa, asintieron con mayor facilidad confiando en que todo condujera a buen fin. (Libellus, 47).
Fue el inicio del crecimiento de la Orden. En el testimonio emitido por Fray Juan de España, en proceso de canonización de Bolonia (1233), recordaba que Domingo, tal vez por única vez en su vida, impuso la autoridad con una orden perentoria a los frailes que se oponían o no entendían su decisión: «No os opongáis, sé bien lo que hago». A propósito del anhelo del santo por la predicación, el mismo fray Juan, uno de sus primeros compañeros, refiere que:
[Domingo] era compasivo con el prójimo y deseaba muy ardientemente su salvación. Predicaba con mucha frecuencia y, por todos los medios que podía, animaba a los frailes y los enviaba a predicar, rogando y amonestando para que fueran solícitos de la salvación de las almas. Con gran confianza en Dios enviaba también a los sencillos a predicar, diciéndoles: « Id tranquilamente, porque el Señor os comunicará las palabras que hayáis de predicar: Él estará con vosotros y no os faltará nada» (Proceso de canonización de Bolonia, testigo V, 2).
Comúnmente es fácil imaginar a los fundadores de las órdenes religiosas como personas geniales y originales guías carismáticas. Esto parece no ser propio de Domingo: el santo español fue esencialmente un hombre sabio, rico de discernimiento, que supo valorar a sus compañeros, confiar en ellos, y, cuando fue necesario, se sometió a sus decisiones con gran humildad y perspicacia.
Es así como su figura emerge en filigrana sobre todo en el “trabajo de equipo”, en particular en las Constituciones del 1220 y del 1221 y en el Capítulo de París del 1228. Si bien no todos lo textos son suyos, en las Constituciones primitivas se encuentra todo Domingo y el verdadero Domingo.
La declaración fundamental con la cual se abren las Constituciones de la Orden se caracteriza por una cierta solemnidad y claridad de expresión: «Así pues, la Orden de Predicadores, fundada por Santo Domingo, “se sabe que fue especialmente instituida desde el principio para la predicación y la salvación de las almas» (Constitución fundamental, 2). En el cuadro de las observancias tradicionales (como: ayuno, abstinencia, silencio, oficio divino, etc.), surgen elementos nuevos en vista del estudio y de la predicación: El oficio coral es breve y esbelto para no impedir el estudio (I, 4), los novicios lean o mediten siempre alguna cosa (I, 13), se instituye el nuevo encargo de maestro de estudiantes (II,28), para fundar un convento es necesario un prior y un “doctor” o maestro (II, 23), son favorecidos los hermanos que tienen la “gracia de la predicación” y se emiten normas para los predicadores (II, 20.31), ninguna ley es definitiva solo hasta después de ser aprobada por tres Capítulos en los cuales los definidores tienen pleno poder (11, 6-8) etc. Sobretodo la elección de los superiores y las grandes decisiones “mayoritarias” sintonizan a la Orden con la naciente democracia de las comunas. En vano deseaba Domingo que la administración fuera encomendada a los frailes conversos, (no sacerdotes) con el fin permitir a los otros ser más libres para estudiar y predicar: los frailes no aceptaron (PB 26) y Domingo se sometió a la decisión:
[…] Para que los frailes centraran con mayor ahínco su atención en el estudio y la predicación, quiso fray Domingo que los cooperadores iletrados de su orden estuvieran al frente de los frailes letrados, en la administración y el gobierno de las cosas temporales. Pero los frailes clérigos no quisieron que los cooperadores los presidieran, para que no sucediera con ellos como acaeció a los fieles de la orden de Grandmont (Proceso de canonización, Juan de España, 2).
En compensación quería que los frailes «hablasen con Dios o de Dios» y tal cosa fue introducida en las Constituciones justamente respecto a los predicadores (II,31).
Un retrato vivo de Domingo lo debemos a las memorias de una monja romana: se llamaba sor Cecilia y pertenecía a la familia Cesarini. Justamente en Roma, entorno a los 17/20 años había conocido al santo – que en ese entonces rondaba los cuarenta – y del cual había recibido el hábito monástico:
El aspecto del beato Domingo según el testimonio de la misma sor Cecilia era este: estatura mediana, cuerpo delgado, semblante hermoso y tirando a rubio, cabellos y barba un poco rubios, ojos bellos. De su frente y entrecejo irradiaba un cierto esplendor, que atraía a todos a la reverencia y amor. Permanecía siempre sonriente y alegre, a no ser que se conmoviera por la compasión hacia cualquier sufrimiento del prójimo. Tenía unas manos largas y hermosas. Su voz era potente, bonita y sonora. No fue nunca calvo, sino que tenía íntegra toda la corona del cerquillo, con pocas canas diseminadas. (Sor Cecilia Romana, Los milagros de santo Domingo, 14).
Por solicitud del papa Honorio III, Domingo del 1219 al 1221 reunió en San Sixto en Roma las monjas provenientes de monasterios en decadencia dándoles una regla de vida y un nuevo impulso. Cecilia pertenecía a este grupo de religiosas y luego de la muerte del santo en el 1223 fué trasferida a Bolonia para impulsar el nuevo monasterio de santa Inés, donde moriría en el 1290, no sin primero haber dictado a una hermana sus recuerdos sobre el ministerio romano de Domingo. Más allá de los milagros, de su recuento aprendemos que el santo, después de haber trabajado todo el día, en la noche venía donde las monjas « y en la presencia de los frailes tenía un sermón instruyendoles sobre la Orden, ya que no tenían otro maestro sino él» (Cecilia 6). Domingo tenía también gestos de gran delicadeza como cuando, «regresando de España, había traído consigo como pío regalo para cada monja: una cuchara de madera de ciprés.» (Cecilia 10).
Ya ha sido nombrado el monasterio de Santa Inés en Bolonia, querido por Diana de Andaló, que en el 1219 había profesado voto de convertirse en monja, no sin haber hecho primero la adquisición con sus parientes del terreno para el convento de los frailes. Al inicio de su ministerio en la región de Tolosa, a Prouilhe, desde el 1206 en adelante, Domingo había ya convertido, como se ha visto, algunas mujeres cátaras “perfectas”, que bajo su dirección continuaron su vida de ascetismo como monjas.
En el 1218 fundó un monasterio tambíen en Madrid; entre los pocos escritos del santo que se son conservados, existe una carta del 1220 dirigida a las hermanas españolas:
Mucho nos gozamos y damos gracias a Dios, por el beneficio de vuestra santa vida, y porque Dios os libró de la corrupción de este mundo. Combatid, hijas, con el antiguo adversario redoblando los ayunos, porque no será coronado sino quien luchare dignamente. Y si hasta ahora no tuvisteis lugar en que cumplir vuestra Regla, ya no podéis excusaros de no tener, por la gracia de Dios, aposentos bien acomodados para observar la regla, por lo cual quiero que, en adelante, se guarde el silencio en los lugares prohibidos, a saber, en el coro, dormitorio y refectorio, y que en todas las demás cosas se cumpla vuestra ley.
Ninguna salga a la puerta ni que nadie entre dentro, al no ser el Obispo, o algún prelado para predicar, o hacer la visita. No os dispenséis de las disciplinas ni vigilias. Sed obedientes a vuestra Priora. No andéis en coloquios unas con otras, ni perdáis el tiempo en pláticas excusadas.(Santo Domingo, Carta a las monjas de Madrid).
Durante el ministerio de Tolosa, Domingo se hospedó en varias casas de algunas mujeres que le cuidaron, ellas mismas, más tarde testimoniarían admiración, simpatía y ternura. Se cuenta que una cierta Guillermita «lo creía virgen» y le había tejido «la tela del silicio»; además «teniéndole como comensal por más de doscientas veces, no le vio jamás comer más de un cuarto de pescado o más de dos yemas de huevo». Lo mismo testificaron Nogueza y Beceda, esta última agrega que Domingo no dormía en la cama, por lo cual «muy a menudo se le encontraba dormido en el suelo, descubierto. Entonces ella le cubría, más cuando regresaba lo encontraba en oración.» (Proceso de canonización de Tolosa, 15-17).
En el lecho de muerte, Domingo recomendó evitar «La familiaridad sospechosa con mujeres especialmente jóvenes», confesó el haber conservado siempre la castidad, aún así, concluyó con una amonestación reveladora de su profunda humanidad: «Sin embargo confieso que no estuve en grado de liberarme de esta imperfección, es decir, que me tocan el corazón más las charlas con las mujeres jóvenes que no las entretenciones con las mujeres ancianas».
El largo proceso de fundación de la Orden de Predicadores inició, por tanto en Prouilhe en el año 1206, la historia de la incorporación definitiva de las monjas a la Orden tendría un extenso y complicado desarrollo durante el siglo XIII. Los frailes, al inicio, se resistieron a tomar sobre sí la responsabilidad de las monjas (cura monialium). Este yugo fraterno les parecía demasiado pesado. Fueron necesarias la autoridad de los papas y la constancia de las monjas para que pudiesen ocupar el lugar que les corresponde. Como los frailes, las monjas también se encuentran bajo la autoridad del Maestro de la Orden: ellas son constitutivas en la Orden con el mismo título. No son, de hecho, una segunda Orden (como se decía hace un tiempo) o una Orden paralela a los frailes predicadores en su versión femenina.
Interrogado por la enérgica beata Diana de Andaló sobre la oportunidad de una fundación femenina en Bolonia durante el tiempo en que los frailes comenzaban a instalarse en la ciudad emiliana, Domingo responde que: «la casa de las futuras monjas» debía ser edificada « incluso si la construcción de nuestro convento debe esperar».
Durante su estadía en Roma, Domingo conoció a quien sería el primer prior del convento de Bolonia: el Beato Reinaldo. Era el decano de la colegiata de Saint- Aignan en Orléans y, en la espera de proseguir un peregrinaje con su obispo hacia Tierra Santa, se había detenido en la Ciudad eterna: un hombre que buscaba auténticamente a Cristo. Soñaba con una forma de vida consagrada a la predicación y a la pobreza. El cardenal Ugolino le indicó que había un hombre de Dios, español, en Roma que habría podido realizar su sueño… Es así como después de haber conversado con Domingo, Reinaldo decide entrar en la Orden. Enfermando gravemente es curado por la Virgen que se le aparece enseñandole el hábito dominico.
[Reinaldo], pues, llegado a Roma contrajo una grave enfermedad. El Maestro Domingo lo visitó algunas veces; y cuando lo exhortó a abrazar la pobreza de Cristo y entrar en su Orden, obtuvo de él libre y pleno consentimiento de ingresar en religión, obligándose incluso por voto. Prácticamente desahuciado, se vio, no obstante, libre de su grave enfermedad, aunque no sin intervención del Señor por medio de un milagro. Efectivamente, en plena fiebre abrasadora se le hizo visible la Reina del cielo y Madre de misericordia, la Virgén María, y le ungió con un saludable ungüento que traía consigo: ojos, nariz, oídos, boca, vientre, manos y pies. Mientras le ungía, pronunció estas palabras: «Unjo tus pies con óleo santo a fin de prepararlos para el anuncio del Evangelio de la paz». Le mostró además el hábito completo de nuestra Orden. Sanó al instante, y se restableció tan de repente en todo su cuerpo que los médicos, al ver los síntomas evidentes de salud, quedaron admirados, pues ya casi desesperaban de que convaleciera. (Libellus, 57).
Reinaldo realizó su profesión a santo Domingo, que le envió a Bolonia como su vicario, permitiendole realizar antes el peregrinaje en Tierra Santa. En este mismo periodo de tiempo, Domingo recibió la primera bula de recomendación de los frailes, con fecha de 11 de febrero de 1218, dirigida a todos los obispos y prelados de la Iglesia: ¡por primera vez, en un documento papal se encuentra la expresión “fratres ordinis predicatorum”! La nueva Orden había finalmente nacido. Era necesario, ahora, trabajar para hacerla más sólida y expandirla universalmente. Fue esta la tarea a la cual el santo fundador se dedicó en los últimos tres años de su vida. Después de un viaje a Francia y España (donde fundó, respectivamente, los conventos de Narbona y Segovia), se dirigió primero a Tolosa y luego a París (julio de 1219), y allí exhortó con vigor a los frailes del recién nacido, y muy prometedor, convento de Sain Jacques, no solo a retomar el estilo de vida simple que habían practicado en Tolosa sino también para renunciar a las rentas.
Alrededor de la mitad de Agosto de ese mismo año, Domingo llegó a Bolonia, donde se encontró con un floreciente convento, gracias a nuevos frailes de altísima calidad, que había atraído Reinaldo en la Orden, debido a su facino, su vida evangélica y su predicación. Es del todo necesario puntualizar que desde el nacimiento de la comunidad de Bolonia esta había asumido un carácter claramente internacional y, sobre todo, había sido formada bajo la guía sabia de Reinaldo, el cual había constantemente insistido en los valores de la austeridad y la pobreza como signos irrenunciables de la vida evangélica. En esta comunidad ya madura, Domingo retuvo posible realizar su ideal de mendicancia conventual, que preveía la renuncia no solo de las propiedades (como Tolosa en el 1216) sino también de las rentas. El santo esperaba que Reinaldo pudiese realizar, de igual manera, en París; y por tanto decide enviarle a Saint Jacques. Convertido en prior enardeció por medio de su predicación a profesores y estudiantes, ganando para la Orden nuevas adhesiones, entre las cuales se encuentra la del Beato Jordán de Sajonia, un noble Alemán de los condes de Oberstein, y primer sucesor de Domingo como Maestro de la Orden. Reinaldo falleció muy enfermo en la capital Francesa:
Llegó, pues, fray Reinaldo, de santa memoria, a París, y con fervor incansable, predicaba de palabra y de obra a Cristo Jesús y éste crucificado. Pero pronto lo arrebató Dios de esta tierra y, alcanzando en breve perfección, llenó largos años. En fin, poco tiempo después arremetió contra él la enfermedad y, conducido hasta la muerte del cuerpo, se durmió en el Señor, dirigiéndose a poseer las gloriosas riquezas de la casa de Dios, él, que mientras vivió aquí se había mostrado amante decidido de la pobreza y del menosprecio de sí mismo. Fue sepultado en la iglesia de Santa María des Champs, porque no tenían todavía los frailes lugar de sepultura.
Me viene ahora a la memoria que, cuando todavía vivía, fray Mateo, que le había conocido en el mundo rodeado de honores y comodidad, le preguntó en cierta ocasión, admirando: «Maestro, ¿os pesa haber tomado este hábito?». Él, bajando la cabeza, respondió: «No creo haber merecido nada en esta orden, porque en ella me he encontrado siempre demasiado a gusto». (Libellus, 63-64).
Durante ese mismo periodo de tiempo, la Orden se había difundido más rápidamente en el norte de Italia que en Francia o en España: las siguientes fundaciones fueron en Florencia, Bérgamo, Milán, y Verona. Hacía el fin de octubre Domingo se dirigió a Viterbo para encontrar al papa y solicitar copias de la bula de recomendación para las fundaciones que se estaban realizando, y también para exponerle el plan de una misión que tenía como finalidad convertir a los paganos del norte de Europa. Fray Guillermo de Montferrato declaró en el proceso de canonización que santo Domingo no había jamás abandonado su antiguo proyecto, y que este había sido aplazado para poder terminar la organización de la Orden. Aún así, el papa tenía otros encargos que encomendarle; Domingo nuevamente obedeció. Las fundaciones se multiplicaban: en el 1220, durante el primer capítulo que se celebraba en Bolonia, se decidió la fundación del convento de Palencia y adicionalmente dos religiosos escandinavos fueron enviados en Suiza a predicar el Evangelio con la esperanza, si bien no se realizaría inmediatamente, de fundar un convento.
El 25 de marzo de 1221 el papa dirigió a los obispos metropolitanos de toda Europa la solicitud de tener a disposición al menos dos religiosos capaces de ir a predicar a los no creyentes; algunos días después, el 29 de marzo, Domingo recibió una bula personal de recomendación. Es evidente que se preparaba para afrontar un nuevo desafío, y es muy probable que tuviera que participar del proyecto misionero del papa, e incluso convertirse en su guía. Y así, sorprendentemente, en una copia de la bula de recomendación destinada al rey de Dinamarca con fecha del 6 de mayo de 1221, el pontífice afirma que los dominicanos no se limitarían a ser predicadores del Evangelio, sino que serían “evangelizadores de los paganos”: finalmente, casi en su punto de muerte, iniciaba a concretarse el sueño juvenil de Domingo… Los tiempos y los diseños de Dios no son aquellos de los hombres, más es en el discernimiento y en la obediencia a estos diseños que se realiza Su voluntad salvífica. Fue así como un fraile Danés es enviado a Dinamarca con las cartas del papa y de Domingo, dirigidas al rey y al arzobispo de Lund.
Es posible concluir que el objetivo misionario de Domingo se había puntualizado: quería evangelizar a los paganos en Estonia, donde los Daneses se estaban asentando. En el capítulo general, iniciado en Bolonia el 2 de Julio de 1221, nacerían varias provincias: fueron enviados frailes a Inglaterra, Hungría, Dinamarca, Polonia, y tal vez, también en Grecia; fue allí donde la palabra provincia adquirió el significado técnico que asumiría más tarde para designar las circunscripciones de las Órdenes religiosas.
En el capítulo del 1220 – el primer encuentro de los representantes de los frailes para consolidar el apostolado y la estructura de la Orden – Domingo les había implorado: «Merezco ser depuesto, porque soy negligente e inutil»: se encontraba cansado y enfermo, aún así, los frailes le solicitaron continuar. Después del capítulo del año siguiente, Domingo emprendió con Fray Pablo de Venecia un viaje en las comarcas de Treviso, donde el cardenal Ugolino, quien sería el futuro papa Gregorio IX, debía preparar una misión para contrarrestar a los herejes de la Italia septentrional, a pesar de ello, «hacia el final del mes de Julio regresó a Bolonia extenuado por el intenso calor» y enfermó gravemente. Durante su agonía, después de haber rezado con la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17), prosiguió: «Os seré más útil después de muerto de cuanto lo fuera en vida.» (PB 8) y a la pregunta sobre el lugar del entierro, respondió: «Bajo los pies de mis hermanos». Expiró mientras sus frailes rezaban diciendo: «Auxiliad, Santos de Dios, corred Ángeles del Señor, tomad su alma y ofrecedla al Altísimo.» (PB 33). Era el 6 de agosto de 1221. El cardenal Ugolino presidió las exequias.
Jordán narra de esta forma la muerte del “Maestro Domingo”:
En el entretanto, el Maestro Domingo, acercándose al término de su peregrinación, cayó gravemente enfermo en Bolonia. Encontrándose en el lecho de su enfermedad, convocados doce frailes de entre los más sensatos, los exhortó a una vida fervorosa, a la promoción de la Orden y a la perseverancia en la santidad […] Antes de su muerte dijo también confidencialmente a los frailes, que les sería más útil cuando muriera de lo que lo fuera en vida. Sabía ciertamente a quién había confiado el depósito de sus trabajos y su vida fecunda, y no dudaba que tenía preparada la corona de justicia. Una vez recibida sería tanto más poderoso para interceder, cuánto habría entrado ya con más seguridad en las potencias del Señor.
Así pues, al agravarse más la aflicción de las enfermedades sentía, finalmente, el doble tormento de la fiebre y la disentería. Por fin su alma santa se desligó del cuerpo, marchando hacia el Señor, que le había creado, cambiando así este lúgubre destierro por el eterno consuelo de la morada celestial. (Libellus, 92-94).
El Beato Jordán se refiere a una visión del Beato Guala de Bérgamo, en ese entonces prior de Brescia, en la cual vió al santo subir al cielo, donde era esperado por Jesús y la Santísima Virgen:
En el mismo día y a la misma hora de su defunción fray Guala, prior de Brescia y después obispo de aquella ciudad, dormitaba un ligero sueño reclinado en el lugar del campanario de los frailes de Brescia. Vio como una abertura en el cielo por la que descendían dos escalas luminosas. Una era sostenida en lo alto por Cristo y la otra por su Madre. Los ángeles recorrían ambas, bajando y subiendo. En la parte baja, entre las dos escalas, se colocó una silla y en ella se sentó alguien, con apariencia de fraile de una Orden, teniendo la cara velada por la capucha, al modo como se suele sepultar a nuestros muertos. Cristo y su Madre iban subiendo poco a poco las escalas, hasta que llegó a lo alto el que fue colocado en la parte inferior de las mismas. Al ser recibido en la gloria, al canto de ángeles en medio de un inmenso resplandor, se cerró la abertura tan esplendente del cielo y no apareció nadie más. El fraile que vio esto, aunque había estado muy enfermo y débil, recobró al instante fuerzas y, sin dilación, tomó el camino de Bolonia, donde supo con certeza que, en el mismo día y a la misma hora del día, había muerto el siervo de Cristo Domingo, como llegamos a conocer por la narración de que nos hizo el mismo. (Libellus, 95).
El 24 de mayo de 1233 el cuerpo fue trasladado a una sede más digna y, abierto el sepulcro, «se desprendió un fuerte olor, suave y delicioso, de calidad desconocida» (PB 34).
según un fraile dominico contemporáneo
Es cierto que las fuentes contemporáneas y posteriores nos relatan sus milagros: la resurrección de un pequeño niño en Roma, una fuerte tormenta alejada con el signo de la Cruz, la aparición de personajes celestes para alimentar a sus frailes luego de su oración, varias curaciones, etc.
Sin embargo, « más que los milagros, había en él algo más luminoso » (Libellus 103): su carisma, sus virtudes, y su vida.
El cardinal Ugolino de Anagni conoció en persona a Francisco y Domingo y, convirtiéndose en papa con el nombre de Gregorio IX (1227-1241), los canonizó a ambos.
La Bula de canonización de santo Domingo (Rieti 3.7.1234) afirma que Dios le concedió: «la fuerza de la fe y el fervor de la divina predicación». Él, « sin alejarse jamás del ministerio y del magisterio de la Iglesia militante» y «convertido en un solo espíritu con Dios, generó muchos con el Evangelio de Cristo, obteniendo ya en la tierra el oficio de patriarca».
Para quien le conoció, Domingo «tenía un voluntad férrea y siempre lineal, un corazón inamovible de las cosas que había juzgado que según Dios debían ser realizada giudicato secondo Dio ragionevoli a farsi» y el equilibrio del hombre interior «se manifestaba hacia el externo en la bondad y la alegría de su rostro» (Libellus 103).
«Durante la noche no había nadie más asiduo en las vigilias y en las oraciones, durante el día nadie más sociable que él (nemo communior) con los hermanos nadie más alegre» (Ivi, 104-105).
Santo Domingo «extendía su caridad y compasión no solo a los fieles sino también a los infieles y paganos e incluso a los dañados (condenados) del infierno y lloraba mucho por ellos.» (Proceso de canonización de Bolonia, 11). De aquí nacieron el apostolado y las oración nocturna expresada en el grito:«¡¿Señor, qué será de los pecadores?!» (ivi, 18).
Todo esto, manteniendo el continuo contacto con las Escrituras, la adhesión a la sana doctrina y las buenas relaciones con la Iglesia institucional.
Santo Domingo fue sobre todo un «humilde ministro de la predicación / Predicationis humilis minister», como se firmó al inicio del 1215.
El Concilio Vaticano II ha recordado que «El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo» (Presbyterorum Ordinis 4). La predicación se había oscurecida y santo Domingo tuvo el don de reconducirla a la luz. Si bien al inicio de la predicación tuvo una función contra los hereje y el deseo de evangelizar los pueblos paganos (Ivi, 12, 32), de hecho su ministerio se extendió a todo el pueblo, como en Bolonia, cuando predicaba «a los estudiantes y a otras personas buenas» (Ivi, 36).
En santo Domingo la Palabra maduró en los Sacramentos.
“Predicación / Confesión”(Ivi, 33): Santo Domingo se confesaba y confesaba a los otros consolándoles y fortaleciéndoles (Ivi, 5, 39, 46, 48, 36-37); celebraba y cantaba la Misa todos los días en que podía, incluso cuando se encontraba de viaje, derramando abundantes lágrimas durante el Canon y el Padre Nuestro(Libellus 105; Proceso de canonización de Bolonia, 3, 21, 38, 42, 46). Esto se debe a que la Palabra se comprende en la Eucaristía como enseña el camino de los discípulos de Emaús. (Lc 24, 27-31).
El Breviario de Belleville es un manuscrito ilustrado que data de 1323-1326 y que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia.
La primera mención del Breviario se remonta a 1380, cuando fue registrado con este nombre en el inventario de Carlos V. Sin duda fue hecho para Jeanne de Belleville, esposa de Olivier IV de Clisson, acusado de traición y ejecutado en París en 1343, cuyos bienes fueron confiscados a favor del rey de Francia. Carlos VI regaló el precioso Breviario a su yerno, Ricardo II de Inglaterra, y su sucesor, Enrique IV, se lo obsequió a Jean de Berry, probablemente a petición de este último. A su vez, el Duque de Berry lo legó a su sobrina, María de Francia, que se había convertido en monja del monasterio dominicano de Poissy; dado que el manuscrito estaba destinado para el uso de los dominicos, está indicada su donación. El manuscrito permaneció en posesión del monasterio hasta la Revolución Francesa, cuando fue transferido a la Biblioteca Nacional de París.
A continuación, se muestran algunas de las miniaturas que ilustran el oficio litúrgico para la fiesta del Santo Padre Domingo:
El sueño de Inocencio III: Santo Domingo sosteniendo la Basilica de Letran que esta a punto de derrumbarse.
Santo Domingo predicando a los herejes.
La visión de San Pedro y San Pablo que encomiendan a Santo Domingo la misión de predicar
(nótese el bastón de viaje y el libro de los Santos Evangelios).
La traslación del cuerpo de Santo Domingo: Bolonia 24 de mayo de 1233.
Dos frailes llevan en procesión el relicario con los restos del santo,
mientras que dos enfermos, abajo, imploran la curación.